Me sentí perdido. Aquella mañana de resaca familiar entre amigos no dejaba de traer y llevar las risas de Amelia, las bromas de Germán, los susurros y las miradas cómplices entre Ana y mi mosquetero. La sonrisa de Lucía al ver a su tío Martín, el abrazo amigo de un Roberto agradecido por aquel momento de desconexión. Todo, absolutamente todo revoloteaba por aquella habitación como un proyector de imágenes. Fue increíble estar con ellos.
Decidimos que yo iría por la tarde a ayudar a Ana y a Germán porque necesitaba hacer algunos recados por la mañana. Llamar a los chicos a Buenos Aires, buscar algunos libros por las librerías perdidas de Madrid y resucitar algunos fantasmas que necesitaba con urgencia que me visitaran. Todavía tenía la imagen de aquella playa de Joao Pessoa en la memoria, no podía diluir ni siquiera la tinta de aquella foto, la forma de su letra. Tan redonda, tan perfecta, tan Liber.
Me levanté como pude de la que sería mi cama durante unos cuantos meses y rompí el silencio de la mañana con un grito de urgencia a mi segundo hombre de confianza, Roberto, que por la ausencia de respuesta imaginé que no estaba ya en casa. La gente decente suele tener trabajo, salir a levantar el país que le ha tocado como patria aunque ni siquiera lleven la bandera. Me di una ducha fría porque necesitaba activar las neuronas de mi cerebro atontado por las fantasías tratando así de recuperar el timón de aquellos días. Me vestí terco en el empeño de no parecer un exiliado, pero volví a parecerlo, siempre lo parecía. Fuese a donde fuese, era un exiliado de mi propia vida, no podía esconderlo por mucho tiempo. Terminé por decidir ir a desayunar fuera, a algún bar con terracita y dejar que la brisa me golpease la sesera.
Justo al bajar por la puerta de casa de Roberto había un bar, “La trovadora”, me gustó tanto el nombre que me quedé sentado en aquella terraza. El desayuno tardó unos cinco minutos en llegar pero mientras llegaba yo pensaba y pensaba, meditaba. A los cinco minutos me di cuenta de que estaba escribiendo en un trozo de papel los garabatos de lo que podía ser un intento de poesía, un amago de belleza literaria para una ráfaga de recuerdo pasajero, y decía así:
“Te encontré sumando dos más cinco y le resté tres,
multipliqué los días y le resté segundos a la vida.
Dividí entre dos los secretos a escondidas,
y me llevé tres más para restarle al tiempo.
Se me olvidó amor,
Se me olvidó, quererte.”
En realidad nunca supe querer a nadie, hasta mi subconsciente me lo escribía. Lo escupía tratando de hacérmelo ver, de una forma o de otra. Pero hasta que la vejez más interna que externa no me dejó verlo, no fui capaz de sentir, de sentir que ya no volvería a ser el mismo, ni ella estaría conmigo, ni Germán le ganaría este pulso a la vida, ni Ana leería bolas de cristal con unos ojos secos de llorar a quien fue su vida, ni Roberto dejaría de echar de menos a Amelia. Porque lo que no tienes es lo que has perdido, no lo que has dejado ir. Eso, eso es sólo lo que se te escapó.
Llegó el café, la tostada y un zumo de naranja natural. Fui rápido y veloz en terminar con todo porque necesitaba ir a mil sitios: a buscar libros, a llamar a los chicos, a enviar los paquetes y se me hacía tarde. Siempre se me hacía tarde. Finalmente encontré un montón de libros antiguos, otros menos. Los separé en dos paquetes y los envié. Llamé a los chicos, al teléfono respondió Mateo:
– Libre-café Minúscula, Mateo al habla.
– ¡Mateo! –le dije con un tono de voz de exaltación absoluta. Mi alegría era inmensa, se notó nada más pronunciar su nombre. En ese momento me di cuenta de que los echaba de menos.
– ¡Martín!¿Que tal está? –de nuevo me respondía como si no viviese conmigo, pero su voz también era de alegría, de añoranza.
– Bien, bien… los días por Madrid raros, intentando sobrellevar esta batalla lo mejor que podemos. Demasiados recuerdos, demasiado de todo amigo. Pero bueno, aquí es donde tengo que estar ahora. ¿Qué tal todo? ¿Algún problema con algo? –le pregunté
– Por aquí todo genial, igual que siempre. Daniela viene ahora en un rato, se está quedando en casa conmigo. Todo muy bien. Lo que si necesitaríamos serían algunos libros más, se nos van quedando justos los que tenemos. –me hizo una mezcla de todo que casi no me dio tiempo a digerir. Y tuve que sintetizar un poco mis palabras para que él me explicase cautelosamente todo vía email. ¡Qué moderneces!
– A ver, a ver… primero me pones un email y me explicas lo de Daniela. ¡Ay pájaro! Ya sabía yo que mi huida os acercaría a posturas más candentes. Y segundo, por los libros no te preocupes, he enviado esta mañana dos paquetes con libros antiguos y menos antiguos. En estos días visitaré más mercadillos y espero poder conseguir más. Bueno, me alegro de que todo esté bien, te tengo que dejar porque me toca ir a ver a Germán. Te cuento por email que tal todo con él más tranquilamente. –le respondí apurado porque se me había pasado la mañana volando y ya era hora de irme.
– Vale, Martín. Cuídate mucho, saluda a todos por allí y un abrazo especial para Germán. ¡Fuerza!… acaba de llegar Daniela, te manda saludos y un abrazo enorme. Chao. –vi los labios de Daniela enviando ese beso y pude olerla acercándose a mí. Vi a Mateo besándola silenciosamente para que no sonara por el teléfono y los vi felices. Me sentí agradecido por haberlos encontrado y porque ellos se hubiesen encontrado.
– Un abrazo compañero, cuídense mucho y por favor cualquier problema me escriben un email. O llamad al teléfono de casa de Germán, ya lo tienes en la libreta que hay en el cajón de debajo de la cafetera. –le recordé de nuevo.
– Lo sé, no te preocupes Martín, todo está en orden.
Y lo siguiente que escuché fue el “pi, pi, pi” de un teléfono que se había quedado vacío al otro lado. Eran las dos y media de la tarde, hora de poner rumbo a casa de Germán y Ana. Había quedado con ellos a las tres para comer allí. Pero antes quise pasar por aquel café del Barrio de Chamberí donde la vi escribiendo en aquel cuaderno, la curiosidad me hizo pensar que tal vez hoy estaría de nuevo allí. Teniendo la osadía de creer que yo sería capaz de entrar a contarle alguna excusa y muchas mentiras sobre mi vida. Al llegar al café vi un cartel enorme que ponía “Cerrado. Interesados en traspaso pregunten en la ferretería de la esquina”. No podía creer que todo lo que una vez me llevó a ella me estaba bloqueando el paso de nuevo hacía Liber. Eran señales en las que yo nunca antes había creído. El fin de una era, le llamaban algunos. Para mí era el fin de mucho más. Y la sensación de perdida fue tan inmensa, que al llegar a casa de Germán, él me lo notó y me dijo:
– ¿Qué?…¿Ya fuiste a mi entierro? –él siempre tan oportuno.
– ¡No! –contesté con enfado y desagrado hacía su broma.
– ¡Martinito con naranja, no te lo tomes a mal! –siempre con la misma broma, pasarían los años y seguiría llamándome Martinito con naranja. No recuerdo peor borrachera que aquella primera, y lo curioso es que nunca más volví a beber Martini, pero claro para hacer la broma junto con mi nombre les vino genial.
– ¡Para! No tengo ganas de bromas hoy. Estoy cansado de fingir que todo está bien, que no me duele estar aquí y verte así. Fingir que la perdí por estúpido y vosotros las conservasteis por sabios, porque visteis en ella lo que sólo yo supe despreciar. Y me duele que la queráis y que os quiera. Me duele que no sea a mí a quién quiera en esa playa de Joao, y que sus hijos no sean los míos. Y en algún momento os he odiado por no haberme contado nada sobre ella, porque sabíais que vivo exiliado de mi patria y de su recuerdo, tratando de no sentirla al acostarme y al parpadear no confundirla por la calle. Estoy dolido, mosquetero. Estoy tocado, no estoy hundido, pero sí muy tocado. ¿Lo entiendes?… –vomité aquella confesión del mismo modo que vomitaba aquel primer Martini de cuando era joven, y sentía la resaca de aquella postal como sentí la misma primera resaca de alcohol de mi vida. Y todo lo sentí junto a la misma persona, mi mosquetero. ¿Qué pasaría con el resto de resacas que me vinieran en la vida?¿Qué pasaría cuándo él ya no estuviese para mirarme y no decir nada?.
– Entiendo… -me dijo casi sin voz.
– ¡No! No lo entiendes, porque no lo has vivido. No la has cagado nunca tanto cómo para arrepentirte el resto de tu vida. No has sentido esto, no has olido su piel y al abrir los ojos no era Ana quien estaba allí, sino otra persona. Otra mujer a la que habías fingido querer cómo la quisiste a ella, ¡Cómo la quieres a ella, a tu morena!… –le quería hacer entender que no me entendía ni por un segundo.
– Lo sé Martín, pero no puedo decirte nada. Cada uno escoge lo que quiere vivir. Creo que no nos puedes culpar por los errores que sólo tú cometiste. Yo no fui quién la dejó irse. Sino tú. Sólo tú la dejaste tomar aquel vuelo a Brasil y sólo tú fuiste quien me dijo lo liberado que se sentía. Yo no soy tú, ni fui tú, ni lo sería. Lo sabes. –me habló con tanta dureza, que supe entender a lo que se refería sin contestar nada.
Ana entró deslizándose suave por la habitación para dejar sus manos sobre mis hombros. Nos había escuchado discutir, y lo único que pretendió fue suavizar un poco todo aquel conflicto interno de años sin hablar del tema. Ella me dio un abrazo y yo sentí que me entendía. Ana sabía cuánto me había arrepentido de mis decisiones pasadas, veía en mi mirada el dolor y la pena unidas a la envidia sana que les tenía a ellos, a su felicidad. Y me dijo al oído:
– Yo sé cuánto la quisiste, sé cuánto la quieres y sé que no se puede juzgar a un espíritu libre. Como aquel libro que me enseñaste, eres un lobo estepario y no se puede culpar a un lobo estepario por las decisiones que toma cuándo es lobo y no es humano. Sé que tu mitad humana predomina ahora con los años, y ese lobo joven y solitario habita en ti adormecido. Sé que hoy lo ves todo así, y crees que te hemos fallado, pero nunca fue nuestra intención. Te queremos y Germán te adora. ¡Venga anda, siéntate al lado de tu amigo y disfruta! Lo siento, siento mucho no haber sido más amiga tuya que suya. Lo siento mosquetero.
– Gracias –le respondí con los ojos encharcados por los reflejos de algún cabello rubio que se había colado en mi pensamiento.
Mis amigos habían sido sinceros. En el fondo todos llevaban razón. Nunca me habían dicho nada que no fuese verdad, hoy tampoco lo estaban haciendo. Así que decidí olvidar aquello, hacer de tripas corazón y sentarme junto a Germán. Estuvimos una media hora mirando la pantalla del televisor, ni siquiera recuerdo lo que veíamos, pero ninguno hablaba. Estábamos estupefactos frente a aquella pantalla brillante royendo todo lo que nos habíamos dicho. Y en algún punto, uno miró al otro, ni siquiera recuerdo cual de los dos miró primero. Y él, que no tenía ganas de librar batallas paralelas guardó la espada, esa que mi orgullo no me dejaba tirar nunca a tablas. Levantó los brazos y me dijo:
– ¡Dame un abrazo, cabroncete!¡No me puedo morir enfadado con mi mejor mosquetero! –destacó su gracia para salir de los momentos de tirantez. Le di el abrazo y le dije con voz cálida cuánto lo apreciaba.
– Lo siento, lo siento mucho. No quiero estar así. –me sinceré con él.
– Lo sé –respondió sin más.
– Entonces… ¿Soy tu mejor mosquetero?… ¡Verás cuando se lo diga a Roberto! –disparé con una voz picarona.
– ¡Eh!¡Esto es un secreto entre tú y yo! –puso su mano en el pecho y terminó diciendo: – Lo negaré hasta mi último aliento.
Todo con Germán era fácil, hasta discutir y hacer las paces. Nunca supe cuántas cartas se escribieron entre ellos, no le saqué el tema durante semanas. De vez en cuando se contaba alguna batallita de juventud y aparecía Liber entre las sombras, pero sólo eran sus sombras, nada más. A escondidas releí aquella postal día tras día, rozaba su letra con mis dedos intentando desgastar aquella tinta. Haciendo un amago por borrar sus palabras fingiendo que no habían existido, ni ella ni nada. Pero no pude. Todo lo que estaba pasando era real, no eran fantasmas de visita, ni susurros entre sueños. Su otra piel, la tinta, estaba allí, para recordarme que siempre lo estuvo.
Esa noche antes de irme a casa, Roberto, Germán y yo fuimos cómplices de unas risas sin sentido. Germán se estaba fumando uno de esos cigarros mágicos que le curaban el alma y lo quiso compartir con nosotros. Ninguno nos negamos, nos miramos como niños que hacen algo a escondidas y supimos que estábamos construyendo un momento para el recuerdo póstumo. Y lo fue, sin lugar a dudas, un momento de esos que no dejas de sonreír al recordarlo. Sólo dijimos estupideces, cantamos canciones de hacía mil años, hablamos de alguna que otra “fresca” como decía Roberto, que se coló por nuestra ventana para darnos calor una noche a la semana.
Me fui a la cama castigado por la vida a la que nunca supe hacer frente. Ese cigarrillo estaba haciendo que mis párpados pesados se cerrasen a golpe de sintonía de Yann Tiersen. Ni siquiera puse empeño por resistir. Al dar el último parpadeo, la vi. Pensé en abrir los ojos, pero ¡Estaba tan bonita con aquella camiseta vieja mía!, que no pude resistirme a soñar como yo mismo se la subía mientras ella trepaba por mi escalera. Entre mis manos y su piel se notó un escalofrío, descendí por sus rincones y apuré cada sorbo de su olor fresco. Cada roce de sus manos suaves era un acorde de aquella melodía de Yann Tiersen, y me llevó. Me llevó donde le encierran a uno cuando comete los pecados más graves, donde ni el propio demonio tiene llave para abrir la celda. Al lugar que nos queda a los olvidados que olvidamos por antojo que el olvido siempre vuelve a recordarnos todo aquello que tiramos. Ella vino, estuvo conmigo, se sentó a mi lado y al irse, yo me fui con ella.