– CAPÍTULO XI –

Me sentí perdido. Aquella mañana de resaca familiar entre amigos no dejaba de traer y llevar las risas de Amelia, las bromas de Germán, los susurros y las miradas cómplices entre Ana y mi mosquetero. La sonrisa de Lucía al ver a su tío Martín, el abrazo amigo de un Roberto agradecido por aquel momento de desconexión. Todo, absolutamente todo revoloteaba por aquella habitación como un proyector de imágenes. Fue increíble estar con ellos.
Decidimos que yo iría por la tarde a ayudar a Ana y a Germán porque necesitaba hacer algunos recados por la mañana. Llamar a los chicos a Buenos Aires, buscar algunos libros por las librerías perdidas de Madrid y resucitar algunos fantasmas que necesitaba con urgencia que me visitaran. Todavía tenía la imagen de aquella playa de Joao Pessoa en la memoria, no podía diluir ni siquiera la tinta de aquella foto, la forma de su letra. Tan redonda, tan perfecta, tan Liber.

Me levanté como pude de la que sería mi cama durante unos cuantos meses y rompí el silencio de la mañana con un grito de urgencia a mi segundo hombre de confianza, Roberto, que por la ausencia de respuesta imaginé que no estaba ya en casa. La gente decente suele tener trabajo, salir a levantar el país que le ha tocado como patria aunque ni siquiera lleven la bandera. Me di una ducha fría porque necesitaba activar las neuronas de mi cerebro atontado por las fantasías tratando así de recuperar el timón de aquellos días. Me vestí terco en el empeño de no parecer un exiliado, pero volví a parecerlo, siempre lo parecía. Fuese a donde fuese, era un exiliado de mi propia vida, no podía esconderlo por mucho tiempo. Terminé por decidir ir a desayunar fuera, a algún bar con terracita y dejar que la brisa me golpease la sesera.
Justo al bajar por la puerta de casa de Roberto había un bar, “La trovadora”, me gustó tanto el nombre que me quedé sentado en aquella terraza. El desayuno tardó unos cinco minutos en llegar pero mientras llegaba yo pensaba y pensaba, meditaba. A los cinco minutos me di cuenta de que estaba escribiendo en un trozo de papel los garabatos de lo que podía ser un intento de poesía, un amago de belleza literaria para una ráfaga de recuerdo pasajero, y decía así:

“Te encontré sumando dos más cinco y le resté tres,
multipliqué los días y le resté segundos a la vida.

Dividí entre dos los secretos a escondidas,
y me llevé tres más para restarle al tiempo.

Se me olvidó amor,
Se me olvidó, quererte.”

En realidad nunca supe querer a nadie, hasta mi subconsciente me lo escribía. Lo escupía tratando de hacérmelo ver, de una forma o de otra. Pero hasta que la vejez más interna que externa no me dejó verlo, no fui capaz de sentir, de sentir que ya no volvería a ser el mismo, ni ella estaría conmigo, ni Germán le ganaría este pulso a la vida, ni Ana leería bolas de cristal con unos ojos secos de llorar a quien fue su vida, ni Roberto dejaría de echar de menos a Amelia. Porque lo que no tienes es lo que has perdido, no lo que has dejado ir. Eso, eso es sólo lo que se te escapó.
Llegó el café, la tostada y un zumo de naranja natural. Fui rápido y veloz en terminar con todo porque necesitaba ir a mil sitios: a buscar libros, a llamar a los chicos, a enviar los paquetes y se me hacía tarde. Siempre se me hacía tarde. Finalmente encontré un montón de libros antiguos, otros menos. Los separé en dos paquetes y los envié. Llamé a los chicos, al teléfono respondió Mateo:
– Libre-café Minúscula, Mateo al habla.
– ¡Mateo! –le dije con un tono de voz de exaltación absoluta. Mi alegría era inmensa, se notó nada más pronunciar su nombre. En ese momento me di cuenta de que los echaba de menos.
– ¡Martín!¿Que tal está? –de nuevo me respondía como si no viviese conmigo, pero su voz también era de alegría, de añoranza.
– Bien, bien… los días por Madrid raros, intentando sobrellevar esta batalla lo mejor que podemos. Demasiados recuerdos, demasiado de todo amigo. Pero bueno, aquí es donde tengo que estar ahora. ¿Qué tal todo? ¿Algún problema con algo? –le pregunté
– Por aquí todo genial, igual que siempre. Daniela viene ahora en un rato, se está quedando en casa conmigo. Todo muy bien. Lo que si necesitaríamos serían algunos libros más, se nos van quedando justos los que tenemos. –me hizo una mezcla de todo que casi no me dio tiempo a digerir. Y tuve que sintetizar un poco mis palabras para que él me explicase cautelosamente todo vía email. ¡Qué moderneces!
– A ver, a ver… primero me pones un email y me explicas lo de Daniela. ¡Ay pájaro! Ya sabía yo que mi huida os acercaría a posturas más candentes. Y segundo, por los libros no te preocupes, he enviado esta mañana dos paquetes con libros antiguos y menos antiguos. En estos días visitaré más mercadillos y espero poder conseguir más. Bueno, me alegro de que todo esté bien, te tengo que dejar porque me toca ir a ver a Germán. Te cuento por email que tal todo con él más tranquilamente. –le respondí apurado porque se me había pasado la mañana volando y ya era hora de irme.
– Vale, Martín. Cuídate mucho, saluda a todos por allí y un abrazo especial para Germán. ¡Fuerza!… acaba de llegar Daniela, te manda saludos y un abrazo enorme. Chao. –vi los labios de Daniela enviando ese beso y pude olerla acercándose a mí. Vi a Mateo besándola silenciosamente para que no sonara por el teléfono y los vi felices. Me sentí agradecido por haberlos encontrado y porque ellos se hubiesen encontrado.
– Un abrazo compañero, cuídense mucho y por favor cualquier problema me escriben un email. O llamad al teléfono de casa de Germán, ya lo tienes en la libreta que hay en el cajón de debajo de la cafetera. –le recordé de nuevo.
– Lo sé, no te preocupes Martín, todo está en orden.

Y lo siguiente que escuché fue el “pi, pi, pi” de un teléfono que se había quedado vacío al otro lado. Eran las dos y media de la tarde, hora de poner rumbo a casa de Germán y Ana. Había quedado con ellos a las tres para comer allí. Pero antes quise pasar por aquel café del Barrio de Chamberí donde la vi escribiendo en aquel cuaderno, la curiosidad me hizo pensar que tal vez hoy estaría de nuevo allí. Teniendo la osadía de creer que yo sería capaz de entrar a contarle alguna excusa y muchas mentiras sobre mi vida. Al llegar al café vi un cartel enorme que ponía “Cerrado. Interesados en traspaso pregunten en la ferretería de la esquina”. No podía creer que todo lo que una vez me llevó a ella me estaba bloqueando el paso de nuevo hacía Liber. Eran señales en las que yo nunca antes había creído. El fin de una era, le llamaban algunos. Para mí era el fin de mucho más. Y la sensación de perdida fue tan inmensa, que al llegar a casa de Germán, él me lo notó y me dijo:
– ¿Qué?…¿Ya fuiste a mi entierro? –él siempre tan oportuno.
– ¡No! –contesté con enfado y desagrado hacía su broma.
– ¡Martinito con naranja, no te lo tomes a mal! –siempre con la misma broma, pasarían los años y seguiría llamándome Martinito con naranja. No recuerdo peor borrachera que aquella primera, y lo curioso es que nunca más volví a beber Martini, pero claro para hacer la broma junto con mi nombre les vino genial.
– ¡Para! No tengo ganas de bromas hoy. Estoy cansado de fingir que todo está bien, que no me duele estar aquí y verte así. Fingir que la perdí por estúpido y vosotros las conservasteis por sabios, porque visteis en ella lo que sólo yo supe despreciar. Y me duele que la queráis y que os quiera. Me duele que no sea a mí a quién quiera en esa playa de Joao, y que sus hijos no sean los míos. Y en algún momento os he odiado por no haberme contado nada sobre ella, porque sabíais que vivo exiliado de mi patria y de su recuerdo, tratando de no sentirla al acostarme y al parpadear no confundirla por la calle. Estoy dolido, mosquetero. Estoy tocado, no estoy hundido, pero sí muy tocado. ¿Lo entiendes?… –vomité aquella confesión del mismo modo que vomitaba aquel primer Martini de cuando era joven, y sentía la resaca de aquella postal como sentí la misma primera resaca de alcohol de mi vida. Y todo lo sentí junto a la misma persona, mi mosquetero. ¿Qué pasaría con el resto de resacas que me vinieran en la vida?¿Qué pasaría cuándo él ya no estuviese para mirarme y no decir nada?.
– Entiendo… -me dijo casi sin voz.
– ¡No! No lo entiendes, porque no lo has vivido. No la has cagado nunca tanto cómo para arrepentirte el resto de tu vida. No has sentido esto, no has olido su piel y al abrir los ojos no era Ana quien estaba allí, sino otra persona. Otra mujer a la que habías fingido querer cómo la quisiste a ella, ¡Cómo la quieres a ella, a tu morena!… –le quería hacer entender que no me entendía ni por un segundo.
– Lo sé Martín, pero no puedo decirte nada. Cada uno escoge lo que quiere vivir. Creo que no nos puedes culpar por los errores que sólo tú cometiste. Yo no fui quién la dejó irse. Sino tú. Sólo tú la dejaste tomar aquel vuelo a Brasil y sólo tú fuiste quien me dijo lo liberado que se sentía. Yo no soy tú, ni fui tú, ni lo sería. Lo sabes. –me habló con tanta dureza, que supe entender a lo que se refería sin contestar nada.

Ana entró deslizándose suave por la habitación para dejar sus manos sobre mis hombros. Nos había escuchado discutir, y lo único que pretendió fue suavizar un poco todo aquel conflicto interno de años sin hablar del tema. Ella me dio un abrazo y yo sentí que me entendía. Ana sabía cuánto me había arrepentido de mis decisiones pasadas, veía en mi mirada el dolor y la pena unidas a la envidia sana que les tenía a ellos, a su felicidad. Y me dijo al oído:
– Yo sé cuánto la quisiste, sé cuánto la quieres y sé que no se puede juzgar a un espíritu libre. Como aquel libro que me enseñaste, eres un lobo estepario y no se puede culpar a un lobo estepario por las decisiones que toma cuándo es lobo y no es humano. Sé que tu mitad humana predomina ahora con los años, y ese lobo joven y solitario habita en ti adormecido. Sé que hoy lo ves todo así, y crees que te hemos fallado, pero nunca fue nuestra intención. Te queremos y Germán te adora. ¡Venga anda, siéntate al lado de tu amigo y disfruta! Lo siento, siento mucho no haber sido más amiga tuya que suya. Lo siento mosquetero.
– Gracias –le respondí con los ojos encharcados por los reflejos de algún cabello rubio que se había colado en mi pensamiento.

Mis amigos habían sido sinceros. En el fondo todos llevaban razón. Nunca me habían dicho nada que no fuese verdad, hoy tampoco lo estaban haciendo. Así que decidí olvidar aquello, hacer de tripas corazón y sentarme junto a Germán. Estuvimos una media hora mirando la pantalla del televisor, ni siquiera recuerdo lo que veíamos, pero ninguno hablaba. Estábamos estupefactos frente a aquella pantalla brillante royendo todo lo que nos habíamos dicho. Y en algún punto, uno miró al otro, ni siquiera recuerdo cual de los dos miró primero. Y él, que no tenía ganas de librar batallas paralelas guardó la espada, esa que mi orgullo no me dejaba tirar nunca a tablas. Levantó los brazos y me dijo:
– ¡Dame un abrazo, cabroncete!¡No me puedo morir enfadado con mi mejor mosquetero! –destacó su gracia para salir de los momentos de tirantez. Le di el abrazo y le dije con voz cálida cuánto lo apreciaba.
– Lo siento, lo siento mucho. No quiero estar así. –me sinceré con él.
– Lo sé –respondió sin más.
– Entonces… ¿Soy tu mejor mosquetero?… ¡Verás cuando se lo diga a Roberto! –disparé con una voz picarona.
– ¡Eh!¡Esto es un secreto entre tú y yo! –puso su mano en el pecho y terminó diciendo: – Lo negaré hasta mi último aliento.

Todo con Germán era fácil, hasta discutir y hacer las paces. Nunca supe cuántas cartas se escribieron entre ellos, no le saqué el tema durante semanas. De vez en cuando se contaba alguna batallita de juventud y aparecía Liber entre las sombras, pero sólo eran sus sombras, nada más. A escondidas releí aquella postal día tras día, rozaba su letra con mis dedos intentando desgastar aquella tinta. Haciendo un amago por borrar sus palabras fingiendo que no habían existido, ni ella ni nada. Pero no pude. Todo lo que estaba pasando era real, no eran fantasmas de visita, ni susurros entre sueños. Su otra piel, la tinta, estaba allí, para recordarme que siempre lo estuvo.
Esa noche antes de irme a casa, Roberto, Germán y yo fuimos cómplices de unas risas sin sentido. Germán se estaba fumando uno de esos cigarros mágicos que le curaban el alma y lo quiso compartir con nosotros. Ninguno nos negamos, nos miramos como niños que hacen algo a escondidas y supimos que estábamos construyendo un momento para el recuerdo póstumo. Y lo fue, sin lugar a dudas, un momento de esos que no dejas de sonreír al recordarlo. Sólo dijimos estupideces, cantamos canciones de hacía mil años, hablamos de alguna que otra “fresca” como decía Roberto, que se coló por nuestra ventana para darnos calor una noche a la semana.

Me fui a la cama castigado por la vida a la que nunca supe hacer frente. Ese cigarrillo estaba haciendo que mis párpados pesados se cerrasen a golpe de sintonía de Yann Tiersen. Ni siquiera puse empeño por resistir. Al dar el último parpadeo, la vi. Pensé en abrir los ojos, pero ¡Estaba tan bonita con aquella camiseta vieja mía!, que no pude resistirme a soñar como yo mismo se la subía mientras ella trepaba por mi escalera. Entre mis manos y su piel se notó un escalofrío, descendí por sus rincones y apuré cada sorbo de su olor fresco. Cada roce de sus manos suaves era un acorde de aquella melodía de Yann Tiersen, y me llevó. Me llevó donde le encierran a uno cuando comete los pecados más graves, donde ni el propio demonio tiene llave para abrir la celda. Al lugar que nos queda a los olvidados que olvidamos por antojo que el olvido siempre vuelve a recordarnos todo aquello que tiramos. Ella vino, estuvo conmigo, se sentó a mi lado y al irse, yo me fui con ella.

– CAPÍTULO X –

Bajo todo ese mal se encontraba ahora un niño que no supo ser hombre. Un niño al que todo le venía de golpe, a una edad en la que las magulladuras duelen y marcan el resto de los días que te quedan por vivir, o mal vivir simplemente.

Hacía tanto tiempo que ella no paseaba por mi olfato nocturno que había olvidado cuanto ansiaba rozarla con el perfil suave de mi dedo. Sólo para hacerla estremecer por unos segundos. Mi espíritu de conquistador había abortado la misión. Lo único importante ahora era él. Germán. Aquel que se disputaba cada segundo de su vida dividiéndolo dentro de su ser. Resguardándose del frío con un mendrugo de pan que bien podría ser mojado en agua, a nada le sabía al pobre. Había perdido el sentido del gusto, hablaba de lentejas como si estuviese comiendo caramelos y de dulces como si lo que mordisqueaba fuesen chorizos.

Pasaron los días. Roberto y yo nos organizábamos para ayudar a Ana sin que ella fuera consciente de que todo aquel circo había sido orquestado sólo para que ellos encontrasen un hueco de paz entre tanto ir y venir de médicos y tratamientos.

Ese día Roberto y yo decidimos que yo iría primero a casa de Ana y Germán y él vendría después por la tarde. De esa forma él podría ir a recoger a Lucía para pasar la tarde todos juntos charloteando mientras disfrutábamos de algún manjar exquisito que Ana seguro ya tenía preparado. Ese día fue el principio de todo lo que empieza a cambiar el rumbo sin que te des cuenta. Sin ni siquiera apreciarlo.

Subí las escaleras hasta el quinto piso donde me estaba esperando Ana con un desayuno al más puro estilo español. Lo más español que se puede esperar. Había tostadas recién hechas, café, zumo de naranja, jamón ibérico, tomate rayado y ese aceite que al verterlo sobre la tostada parece oro líquido. En ese momento, justo cuando disfrutaba de aquel desayuno su cabello marcó el paso y se meció suave sobre mi pensamiento. Esa melena rubia de cuando éramos jóvenes volvió de nuevo, como un suspiro que se mece entre los visillos de una ventana de verano abierta. Como un nada que te encoge el estómago y te destroza las ganas de saborear tu manjar. Esa mañana Liber volvió a estar entre nosotros, lo hice sin querer. Ella siempre lo hacía así y al final parecía yo el culpable de traerla y no ella la ladrona que andaba colándose por mis grietas a cada dos por tres. Se me perdió la vista por unos segundos, y mi tostada casi cae en la ruina sino llega a ser por Ana. ¡Ay Ana, siempre en todo!

–       ¡Martín!… –exclamó llamando mi atención.

–       ¿Eh? –no sabía por dónde venía el huracán en esta ocasión.

–       Si sigues poniendo aceite en tu tostada acabarás por desayunar aceite con pan, por mí está bien, el aceite nos sale gratis. Ya sabes que a Germán todo el mundo le envía regalos de todos sitios.

–       ¡Joder, qué desastre soy! Lo siento Ana. Se me ha ido el santo al cielo. –le dije por decir algo, porque ni el santo al cielo, ni el mochuelo a su olivo. Lo que se me iba era el tiempo cuando ella llegaba a arrebatarme los segundos y convertirlos en horas.

–       No pasa nada, ¿En qué andas ahora? ¿Estás preocupado?. ¡Cuéntale a la morena que te ronda esa cabecita! –sonrió como cuando teníamos treinta y yo le contaba mis penas.

Lo curioso es que eran exactamente iguales por aquel entonces. Me quedé pensando un segundo, que habían pasado los años y yo seguía repitiendo cada pasito pequeño y ahora volvía a la vida que Ana tantas veces había escuchado.

–       Nada, estaba pensando en el Libre-café, en Mateo, en Daniela,… Espero que no tengan muchos problemas, de todas formas ellos tienen mi teléfono si tuviesen problemas me llamarían seguro. –me libré de contar la verdad con otra verdad.

–       ¿Sí?, ¿Seguro que sólo es eso? –se reiteró esa morena de ojos verdes que parecía bruja en ocasiones. Cuando te miraba sentías que estaba viendo a través de tus ojos y se estaba filtrando por tus pensamientos.

–       Sí, sí… sólo eso. ¿Qué quieres que hagamos hoy? –le propuse cambiando el tercio de la conversación.

–       Pues… no sé. –y seguimos desayunando.

Ninguno de los dos hablaba, pero ambos éramos conscientes de que había algo más en aquel silencio consentido. Es lo que tiene la confianza, hace que puedas estar en silencio con otra persona durante horas y no sea incómodo. Ana terminó su desayuno y yo estaba leyendo el periódico en aquel traste que Rodrigo me había dejado, el maravilloso mundo de Apple, un ipad de última generación que sus abuelos le habían regalado. Ella se levantó y se fue a dar una ducha. Entre tanto me puse a ver algunas postales que tenían colgadas en la nevera, a cotillear por decirlo claramente. Postales típicas, de sitios típicos con típicos imanes de todos esos lugares que la gente visita y se acuerda de ti para hacerte cómplice y fulminar el blanco de tu nevera. Entre ellas había una que nunca había visto. Era una foto, no era una postal, de una casa y al fondo se veía el mar. Un mar precioso, era un paisaje increíble. Justo en ese momento pensé que me gustaría ir allí y bañarme en aquellas aguas. En mi ensimismamiento Ana volvió a la cocina y de un respingo me espabiló.

–       Es bonito ese sitio, ¿verdad? –preguntó sin dar más opción que una respuesta afirmativa.

–       Sí, eso justo estaba pensando.

–       Pues si das la vuelta a la fotografía sabrás donde tienes que ir a bañarte y a dormir si quieres pisar esa arena. –me respondió, pero me pareció un reto más que una respuesta. Me dio miedo darle la vuelta a la foto, pero lo hice despacito.

–       ¿Es ella?… ¿Lo es? –la atraqué con mis preguntas.

–       Sí, es ella.

–       No tenía ni idea de que teníais contacto con ella, y mucho menos de que sabíais donde vivía y lo qué hacía. –me sentí herido por mis amigos. Nunca pensé que me ocultarían algo así.

–       Siempre hemos tenido contacto con ella Martín, pero nunca te lo contamos porque ella así nos lo pidió. Y entiende que ella era mi amiga tanto como tú, tal vez más incluso que tú porque yo en ella confié mucho. Viví muchas cosas con ella que me hubiese tocado vivir con otras amigas que me demostraron que no estuvieron. Y a día de hoy sigue estando en mi vida, hace poco estuvo de visita en casa. Vino a ver cómo estaba Germán y cómo iba el tratamiento. Incluso nos puso en contacto con un amigo suyo que está haciendo experimentos con marihuana terapéutica.

No sabía que decir. Me acababa de quedar sin palabras. Supongo que ellos intentaron seguir la línea del medio y no entrar en aquella ruptura. Quise pensar que Liber fue tan importante en mi vida y para mis amigos que al final todos, de una forma o de otra, la intentamos conservar con nosotros.

Al darle la vuelta a la postal sólo vi una dirección de Brasil, identifiqué el sitio, Joao Pessoa. Y creo que fue allí porque mientras estábamos en la facultad conocimos a una amiga y ella le ayudaría con todo lo necesario para crear aquel albergue, hotel o lo que fuera de sus sueños. Releí aquella foto por detrás unas doscientas veces, memoricé cada frase que ella les decía:

“Hola amiga, la vida en Joao es maravillosa. Tranquila y apacible. La gente es estupenda, nada parece preocuparles. Me encanta vivir aquí y pasearme por estos lugares. Al principio cuando llegué me costó instalarme, ya sabes, la sorpresa, el calor, asumir un poco todo… pero después de que Fede llegase todo fue mucho más fácil y la verdad tener a una gran persona a tu lado ayuda mucho. Han pasado casi tres años, parece que fue ayer cuando empezamos a estar juntos. Me ayudó tanto a preparar todo que me parece mentira que ahora estemos aquí, los tres juntos. Estamos todos genial, en la próxima te enviaré foto de nosotros. Un beso enorme, os quiere: LIBER.”

Y se despidió… así sin más. Cuando nos separamos ella se fue, y yo me quedé. Creo que todavía sigo en ese momento. Volví a dejar la foto en el mismo sitio del que la despegué. Me giré sobre mis pies y le dije a Ana:

–       Bueno… ¿nos ponemos en marcha? –necesitaba salir de aquella cocina y borrar la imagen y aquellas frases de mi memoria. Liber, Liber, Liber, os quiere… se me repetían en la mente, como un latigazo del pasado.

–       Sí, venga vamos a ir a comprar todo lo que necesitamos para preparar el almuerzo. Dile a Germán que si se atreve a acompañarnos, ¿o tal vez os gustaría ir a vosotros solos? –me sugirió.

–       No sé, espera que le pregunto. Aunque yo prefiero que nos acompañes.

Caminé por el pasillo hasta la habitación de ellos, y golpeé dos veces la puerta para recibir aprobación. No hizo falta llegar al segundo toque porque ya estaba Germán a voces haciéndome pasar.

–       Pasa joder, ni que estuvieras en casa de mis suegros. –siempre igual, no cambiaría jamás.

–       ¿Qué pasa?¿Qué tal has dormido? –le pregunté.

–       Cómo los benditos, estas drogas son la ostia. Si llego a saber que me iban a dejar drogarme a esta edad me hago viejo antes… -y una carcajada llamó la atención de Ana.

–       ¿Vais a terminar hoy o mañana?¿Me voy sin vosotros? –nos retó en un tono bastante serio.

–       No, no… espéranos. Que ya estamos. –le dije.

–       ¡Joder morena, que carácter te gastas eh!. Ya vamos, sin prisa pero sin pausa. –Germán siempre sabía como sacarle una sonrisa a su morena del alma.

–       Venga anda, no me liéis, ¡liantes!

Salimos del piso. Germán ayudado por un bastón que Roberto le había regalado herencia de su abuelo, parecía un Marqués rodeado por sus sirvientes y bromeaba todo el tiempo con eso. La verdad es que siempre que él llegaba se me olvidaba todo lo anterior, tal vez porque tenía ese poder de hacerte desconectar del mundo por completo. Se me olvidaba hasta que estaba enfermo y que tal vez pronto sólo recordaría sus bromas. No podría oírlas de viva voz.

Recorrimos ocho supermercados por lo menos. Germán se quejaba, pero en el fondo estaba encantado. Nos tenía a sus pies y encima le estábamos paseando por todo Madrid, cosa que supe que le apasionaba al ver su cara recostada en el reposacabezas del coche con los ojos cerrados mientras el aire le golpeaba el rostro y el sol le hacía brillar la calvorota. En otra época habría sido su melena, porque otra cosa no, pero era el que siempre pensamos que no acabaría calvo. Y circunstancias de la vida, fue el que antes acabó. Porque una cosa está clara, la vida nunca te da lo que tu esperas, siempre te sorprende. Para bien o para mal, te sorprende.

Cuando terminamos regresamos a casa, y entre dientes Germán refunfuñaba que quería ir a tomar una caña antes de volver al piso. Ana que siempre tenía soluciones para todo nos dejó en la esquina de casa y ella subió a preparar todo. Yo me pedí un tinto de verano y Germán un vaso de agua, decía que daba igual lo que bebiese él se imaginaba que era una caña fresquita y para dentro sin pensar en mucho más.

Me miró, y me dijo:

–       Creo que voy a necesitar algo más que tu compañía para conseguir volver a ese piso. Tal vez tus piernas no me vendrían mal, cabroncete.

–       Serás… pero dímelo joder. Sino yo no sé como se hacen estas cosas.

–       Si hubieras sido padre… tal vez lo sabrías. ¡Qué sólo te gusta picar!¡Picaflor! -me soltó la broma, pero notó que me hirió. Creo que como amigo y mosquetero pudo ver que el Martín de ahora valoraba cosas que no tenía y añoraba algunas que había perdido.

–       Bueno amigo, lo siento… nunca es tarde eh. -y nos fundimos en una carcajada que casi nos lleva al suelo.

Le agarré de los brazos con más firmeza y se puso en pié. Agarró su bastón de Marqués y caminamos despacito hasta el piso. Yo le subí al ascensor y decidí dar mi camino de castigo hasta el quinto piso a pasito firme. Mientras esperaba arriba se escuchaban los gritos por la escalera comunitaria. Hasta tal punto que hizo que finalmente Ana saliera a por él y le abriese la puerta. ¡Maldito impaciente¡ Siempre hacía lo mismo. Germán no sabía esperar. Por eso creo que quería morirse ya, el hecho de esperar le suponía un sufrimiento incluso superior al dolor que la propia enfermedad le infligía.

–       ¡Martín!… ven. –fue una orden sin duda alguna.

–       ¡Voy! –y me dispuse a caminar hacía el salón.

–       ¡Dame un abrazo! –me lo pidió con lágrimas en los ojos, y yo sentí que lo había estado deseando.

–       ¡Te estás volviendo muy tierno, no! –le puse un poco de chispa pero no había nada que achispar en esta ocasión.

–       Lo siento, siento mucho haber sabido de ella y no haberte contado nunca nada. No podía, ella fue, ha sido y es muy importante para nosotros. Pero lo siento de verdad. Y ahora que me muero, es cuando más lo siento, porque hay cosas que no te podré contar, y tampoco explicar. –me dejó con tantas dudas aquello y no supe que más decir.

–       No pasa nada, Mosquetero. A veces la vida nos pone con un pie en cada orilla, pero yo sé que tú saltarías un océano por mí. –le dije lo que pensaba y sonreí haciéndole ver que lo comprendía. Aunque en realidad no lo llegaba a entender del todo.

–       Martín… -su voz tenue se pinzó en mi pecho. Sabía que corría miedo en su llamada.

–       Dime Mosquetero –le respondí más temiendo que sabiendo.

–       ¡Me muero!… ¿lo sabes, verdad?. No quiero morirme Mosquetero, pero no se lo digas a nadie. No quiero dejar de ser un Mosquetero, dejar de ver a mi morena y a Rodrigo crecer. No quiero perderme cada fiesta con vosotros, cada celebración. No me dio tiempo a ir a Argentina, lo siento. –y se abrazó a mí, llorando. Tan fuerte que me clavó las yemas de los dedos en la espalda y sentí como su miedo se acopiaba al mío propio en forma de nube negra que nos estaba robando los segundos, las horas y los días de luz que nos quedaban por librar en aquella batalla.

–       ¡Oye!… ¡Ya!… –así no, hoy no. ¿vale? –le repliqué.

–       Vale.

Los dos nos entendimos al segundo. Hoy era un día especial, todos estaríamos juntos. Germán y Ana, Roberto y Amelia, Rodrigo, Lucía y yo. Amelia accedió a venir por verme y estar todos juntos al menos un día.

Y en ese lapsus de tiempo en el que yo pensaba mientras Ana ya había terminado de preparar todo y Roberto estaba a dos minutos de llegar. Liber volvió, no estaba allí, sino en mí. De nuevo. Mi cabeza pisó aquella playa y se imaginó sentado junto a ella en la arena, viendo al que pudo ser nuestro hijo corriendo por una arena virgen. Suave como pan rayado. Y sentí que en el transcurso de los años nunca antes, había deseado ser padre, ni marido. Pero hoy, en aquel piso de Madrid, entre aquellos amigos que a su manera eran felices. Yo quería ser padre y esposo sin serlo, y… ¿Cómo se puede ser esposo de un recuerdo y padre de un fantasma?

Me había vuelto tan viejo, tan llorón y tan humano que hasta las cosas corrientes que me parecían banales cuando era una chaval ahora me parecían maravillosas. Y los miraba a todos, sintiendo la deuda conmigo mismo. Con el Martín más teñido de plomo y piedra, con el que no amaba y no quería ser amado. A ese Martín le debo lo que hoy no tengo, lo que perdí y ya no conservo. Dicen que las personas valoramos lo perdido en la medida de aquello que conservamos. Lo que perdí no rozaba ni siquiera lo que conservo, por lo tanto. Perdí. Me perdí.